jueves, 30 de mayo de 2013

MARIA BARBANCHO







Por tus palabras te conocerán y por tus silencios te admirarán





               


                     EVA´S  de la A a la Z    


          Eva’s

Frascos de Vida



                                               
                                                         
Ilustración Art'disoni Silvia

Vanidad, el gran mal de la humanidad… Sí, la vanidad, la arrogancia, la soberbia, el creernos inmunes, superiores, diferentes... ¡Qué ilusos somos! Sí, ilusos, hombres y mujeres, todos en nuestro conjunto y también individualmente. Porque aunque, nos guste o no, formamos parte de un incontable, disparejo y diversificado grupo humano, lo cierto, es que somos unidades egoístas, nuestro mundo es único, exclusivo, unitario, propio…, gira en torno a ese micromundo que hemos creado para interpretar nuestro rol en el teatro de la vida hasta que cae el telón y acaba la obra, y no siempre, son aplausos los que acompañan esa despedida. O en su defecto, si los hay, son tan falsos, como los halagos, los cumplidos y las adulaciones con las que te obsequiaron entre bambalinas… Sólo los que contigo sudaron los ensayos, los que no te abandonaron cuando el desánimo te acometía, los que contigo el insomnio del miedo escénico padecieron entre tilas y charlas hasta la amanecida, los mismos que contigo sufrieron los nervios al estreno diario de tu vida, los que te aplaudían aunque la memoria te fallara y olvidaras el guión de ese día y recurrieras a la improvisación animada por sus sonrisas… Sólo esos nada más, te seguirán en tus éxitos y en tus fracasos, en tus risas y también en tus llantos… Los únicos que jamás se apartarán de tu lado. Sobre todo, cuanto tu micromundo se desmorona en tan solo medio segundo…
El lapso preciso, para que todo mi alrededor quedase suspendido en el tiempo: estancia, mobiliario, ubicación… Todo, absolutamente todo, se paralizó, se congeló, se momificó, exactamente igual que todo mi ser… No podía ser cierto. Simplemente, tenía que haber un error. Eso, no podía sucederme a mí. No, a mí, no… Pero las palabras de la doctora no dejaban lugar para la duda. En aquellos instantes de confusión, recuerdo una mano sobre mi hombro apretándolo afectuosamente. Era la enfermera, inyectándome una dosis de ánimo. Pero nada en el mundo, ni en el gran mundo, ni en mi micromundo, poseía el específico que más necesitaba, la pócima de la fe… Ni siquiera, cuando la doctora, mostrándome la mejor de sus sonrisas y con el tono más animoso de su voz, me dijo:
—No te desmoralices, ¿de acuerdo? Afortunadamente, hoy día, esto se cura…
Naturalmente, no la creí… No podía creerla. No tenía fuerzas para creerla. Y todo cuanto hice, fue levantarme y salir de la consulta, y recuerdo oír en la lejanía, las voces de la enfermera y la doctora preguntándome qué hacía y a dónde iba. No lo sabía ni yo… ¿Qué iba a decirles?
 Caminé, caminé y caminé durante horas. He olvidado las calles que recorrí, los parques en los que me senté, los rostros de la gente con la que me crucé… Mi horizonte más lejano se hallaba en el siguiente paso que daba, en el próximo adoquín que pisaba. Mi futuro se acababa de limitar al instante siguiente de mi vida, al microsegundo de cada inspiración, a la milésima en los intervalos del latido de mi corazón… Ahí, en ese santiamén, empezaba y finalizaba mi existencia.
Aún así, continué cometiendo errores… La soberbia se hizo fuerte en mí como la más firme e inexpugnable muralla de defensa, y callé como mi gran secreto, lo que desde el principio debí compartir. Caí en la más absoluta postración. Nada ni nadie me motivaba. Mi día a día, consistía en un monótono paseo del sofá a la cama y de la cama al sofá, y en ese invariable vagar, largos descansos frente al ventanal de mi dormitorio, contemplando el cielo, las estrellas, las nubes, la luna, el sol… Dejando que el día diera paso a la noche y que la noche de nuevo, abriera sus puertas a la luz del día… No recuerdo cuanto tiempo estuve así, aislada del mundo y de mi micromundo, vegetando más que viviendo, en un micromicromundo, creado para mí por mí y donde no había lugar para nadie más, tampoco, para mi esposo y mi hija… También los alejé de mí, los aislé de mi terrible secreto, de ese mal que me aquejaba, de esa enfermedad a la que yo siempre le tuve tanto miedo. ¿Semanas…? ¿Meses…? También lo olvidé. Y así quiero que continúe, enterrado en lo más hondo de mi olvido…

Todo cuanto recuerdo, es a mi hija entrando en mi dormitorio con unos frascos de cristal, sentarse junto a mí frente a la ventana y enseñarme los bonitos dibujos que los decoraban.
—¿Te gustan? —me preguntó—. Los he pintado yo…
—Son preciosos —respondí.
—Es que este año, mi clase participa en un mercadillo benéfico, donde se venderán estos frascos para ayudar a los niños con cáncer. Mi “seño” los ha llamado: Frascos de vida.
Aquella revelación de mi hija, fue como si un interruptor interior que había estado en OFF, de repente, se accionará en ON. Entendí, que la vida era mucho más que las cuatro paredes de mi dormitorio, la cama, el sofá y el ventanal… Que había dejado pasar demasiadas noches y demasiados días, y que no había disfrutado ni del resplandor del sol ni de la contemplación de la luna. Que me negué a luchar, a enfrentarme a la realidad, a plantarle cara a esta maldita enfermedad. Que mi vida era infinitamente mucho más: mi esposo, mi hija, mis padres, mi familia, mis amigos, la luz, la oscuridad, la lluvia y el viento, hasta los mares, las montañas y el mismísimo cielo. Mi vida era vivir y me había estado dejando morir.
¡Qué lección de entereza me dio mi hija!
Egoístamente, lo había concretado todo en el epicentro de mi dolor, ignorando, o mejor, olvidando, que existía más dolor en el gran mundo, que no era de mi exclusividad, y que otros, supuestamente más débiles, eran mucho más fuertes.
Salí de mi dormitorio, abandoné el exilio del silencio, afronté con valentía la batalla más dura de todas cuantas había librado y desde ese día, cada mañana, cuando en la puerta del colegio despido a mi hija, regreso a casa caminando, disfrutando del olor de la mañana, del saludo del vecino, del café con leche charlando con las amigas, del “Buenos días”  del barrendero, del ruido del motor del coche frente al semáforo, de los perros paseando junto a sus amos, del niño que llora en brazos de su madre, del abuelo que dormita sentado en el banco del parque… Y después, frente al ventanal, escuchando cada suspiro del silbido susurrante de las esquinas de mi habitación, pinto un frasco de cristal, un Frasco de Vida. Esa es mi mejor terapia… Cada frasco, representa un día más de mi vida, un paso adelante, una batalla más ganada. Cada día cumplo años y esos frascos son mi regalo…
Se me ha caído el pelo, ni cejas tengo… MI cuerpo tampoco es el mismo, ya no está “completo”. Y en las miradas de mi esposo y de mi hija, y también en las de mis padres y mis amigos, pese a que ya brilla la esperanza, sigo leyendo miedo. Miedo porque el mal no se ha ido del todo, miedo a que la enfermedad regrese de nuevo. Miedo a que me flaqueen las fuerzas, miedo a que me falle la confianza, miedo a que me venza el desespero. Sonríen, pero temen. Y es lógico que tengan miedo.

                        Pero yo he hecho una promesa, a mí y a ellos…
                        Prometí levantarme todos los días.
                        Prometí alzar la vista y sonreírle al cielo.

                                 Prometí que cada día, pintaría un frasco de vida.

                                                 

  


Autora: Maria Barbancho
 Ilustraciones:Art'disoni Silvia
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2 comentarios:

  1. María:
    Es un hermoso relato de las circunstancias reales que muchas veces rodean a tantas personas aquejadas por este mal.
    Y es, a su vez, un canto a la reflexión.
    Gracias por compartirlo.

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