MARIA BARBANCHO |
Por tus palabras te conocerán y por tus silencios te admirarán
Eva’s
Frascos de Vida
Vanidad, el gran mal
de la humanidad… Sí, la vanidad, la arrogancia, la soberbia, el creernos
inmunes, superiores, diferentes... ¡Qué ilusos somos! Sí, ilusos, hombres y
mujeres, todos en nuestro conjunto y también individualmente. Porque aunque,
nos guste o no, formamos parte de un incontable, disparejo y diversificado
grupo humano, lo cierto, es que somos unidades egoístas, nuestro mundo es único,
exclusivo, unitario, propio…, gira en torno a ese micromundo que hemos creado para interpretar nuestro rol en el
teatro de la vida hasta que cae el telón y acaba la obra, y no siempre, son
aplausos los que acompañan esa despedida. O en su defecto, si los hay, son tan
falsos, como los halagos, los cumplidos y las adulaciones con las que te
obsequiaron entre bambalinas… Sólo los que contigo sudaron los ensayos, los que
no te abandonaron cuando el desánimo te acometía, los que contigo el insomnio
del miedo escénico padecieron entre tilas y charlas hasta la amanecida, los
mismos que contigo sufrieron los nervios al estreno diario de tu vida, los que
te aplaudían aunque la memoria te fallara y olvidaras el guión de ese día y
recurrieras a la improvisación animada por sus sonrisas… Sólo esos nada más, te
seguirán en tus éxitos y en tus fracasos, en tus risas y también en tus llantos…
Los únicos que jamás se apartarán de tu lado. Sobre todo, cuanto tu micromundo se desmorona en tan solo
medio segundo…
El lapso preciso,
para que todo mi alrededor quedase suspendido en el tiempo: estancia,
mobiliario, ubicación… Todo, absolutamente todo, se paralizó, se congeló, se
momificó, exactamente igual que todo mi ser… No podía ser cierto. Simplemente,
tenía que haber un error. Eso, no podía sucederme a mí. No, a mí, no… Pero las
palabras de la doctora no dejaban lugar para la duda. En aquellos instantes de
confusión, recuerdo una mano sobre mi hombro apretándolo afectuosamente. Era la
enfermera, inyectándome una dosis de ánimo. Pero nada en el mundo, ni en el
gran mundo, ni en mi micromundo,
poseía el específico que más necesitaba, la pócima de la fe… Ni siquiera,
cuando la doctora, mostrándome la mejor de sus sonrisas y con el tono más
animoso de su voz, me dijo:
—No te desmoralices,
¿de acuerdo? Afortunadamente, hoy día, esto se cura…
Naturalmente, no la
creí… No podía creerla. No tenía fuerzas para creerla. Y todo cuanto hice, fue
levantarme y salir de la consulta, y recuerdo oír en la lejanía, las voces de
la enfermera y la doctora preguntándome qué hacía y a dónde iba. No lo sabía ni
yo… ¿Qué iba a decirles?
Caminé, caminé y caminé durante horas. He
olvidado las calles que recorrí, los parques en los que me senté, los rostros
de la gente con la que me crucé… Mi horizonte más lejano se hallaba en el
siguiente paso que daba, en el próximo adoquín que pisaba. Mi futuro se acababa
de limitar al instante siguiente de mi vida, al microsegundo de cada
inspiración, a la milésima en los intervalos del latido de mi corazón… Ahí, en
ese santiamén, empezaba y finalizaba mi existencia.
Aún así, continué
cometiendo errores… La soberbia se hizo fuerte en mí como la más firme e
inexpugnable muralla de defensa, y callé como mi gran secreto, lo que desde el
principio debí compartir. Caí en la más absoluta postración. Nada ni nadie me
motivaba. Mi día a día, consistía en un monótono paseo del sofá a la cama y de
la cama al sofá, y en ese invariable vagar, largos descansos frente al ventanal
de mi dormitorio, contemplando el cielo, las estrellas, las nubes, la luna, el
sol… Dejando que el día diera paso a la noche y que la noche de nuevo, abriera
sus puertas a la luz del día… No recuerdo cuanto tiempo estuve así, aislada del
mundo y de mi micromundo, vegetando
más que viviendo, en un micromicromundo,
creado para mí por mí y donde no había lugar para nadie más, tampoco, para mi
esposo y mi hija… También los alejé de mí, los aislé de mi terrible secreto, de
ese mal que me aquejaba, de esa enfermedad a la que yo siempre le tuve tanto
miedo. ¿Semanas…? ¿Meses…? También lo olvidé. Y así quiero que continúe,
enterrado en lo más hondo de mi olvido…
Todo cuanto recuerdo,
es a mi hija entrando en mi dormitorio con unos frascos de cristal, sentarse
junto a mí frente a la ventana y enseñarme los bonitos dibujos que los
decoraban.
—¿Te gustan? —me
preguntó—. Los he pintado yo…
—Son preciosos
—respondí.
—Es que este año, mi
clase participa en un mercadillo benéfico, donde se venderán estos frascos para
ayudar a los niños con cáncer. Mi “seño” los
ha llamado: Frascos de vida.
Aquella revelación de
mi hija, fue como si un interruptor interior que había estado en OFF, de repente, se accionará en ON. Entendí, que la vida era mucho más
que las cuatro paredes de mi dormitorio, la cama, el sofá y el ventanal… Que había
dejado pasar demasiadas noches y demasiados días, y que no había disfrutado ni
del resplandor del sol ni de la contemplación de la luna. Que me negué a
luchar, a enfrentarme a la realidad, a plantarle cara a esta maldita
enfermedad. Que mi vida era infinitamente mucho más: mi esposo, mi hija, mis
padres, mi familia, mis amigos, la luz, la oscuridad, la lluvia y el viento,
hasta los mares, las montañas y el mismísimo cielo. Mi vida era vivir y me
había estado dejando morir.
¡Qué lección de
entereza me dio mi hija!
Egoístamente, lo
había concretado todo en el epicentro de mi dolor, ignorando, o mejor,
olvidando, que existía más dolor en el gran mundo, que no era de mi
exclusividad, y que otros, supuestamente más débiles, eran mucho más fuertes.
Salí de mi
dormitorio, abandoné el exilio del silencio, afronté con valentía la batalla
más dura de todas cuantas había librado y desde ese día, cada mañana, cuando en
la puerta del colegio despido a mi hija, regreso a casa caminando, disfrutando
del olor de la mañana, del saludo del vecino, del café con leche charlando con
las amigas, del “Buenos días” del barrendero, del ruido del motor del coche
frente al semáforo, de los perros paseando junto a sus amos, del niño que llora
en brazos de su madre, del abuelo que dormita sentado en el banco del parque… Y
después, frente al ventanal, escuchando cada suspiro del silbido susurrante de
las esquinas de mi habitación, pinto un frasco de cristal, un Frasco de Vida. Esa es mi mejor terapia… Cada frasco, representa un día más
de mi vida, un paso adelante, una batalla más ganada. Cada día cumplo años y
esos frascos son mi regalo…
Se me ha caído el
pelo, ni cejas tengo… MI cuerpo tampoco es el mismo, ya no está “completo”. Y en las miradas de mi
esposo y de mi hija, y también en las de mis padres y mis amigos, pese a que ya
brilla la esperanza, sigo leyendo miedo. Miedo porque el mal no se ha ido del
todo, miedo a que la enfermedad regrese de nuevo. Miedo a que me flaqueen las
fuerzas, miedo a que me falle la confianza, miedo a que me venza el desespero.
Sonríen, pero temen. Y es lógico que tengan miedo.
Pero yo he hecho una
promesa, a mí y a ellos…
Prometí levantarme
todos los días.
Prometí alzar la
vista y sonreírle al cielo.
Prometí que cada día, pintaría un frasco de vida.
Autora: Maria Barbancho
Ilustraciones:Art'disoni Silvia
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