Llevaba días extraño, especialmente raro… Más raro que estos meses atrás. Aún no me
había acostumbrado a ser el amo de casa, aún no había sido capaz de entender el
por qué de mi despido. Los pensamientos seguían revoloteando en mi cabeza y
eran tan variados y dispares que en el silencio de mis mañanas me gritaba
frente al espejo suplicándome calma. Veinte años trabajando en mi empresa. Sí,
en mi empresa, porque la consideraba mía, de la familia, donde era
imprescindible, mis compañeros, hermanos y mis jefes, amigos. –Rodrigo- tú aquí
hasta la muerte- me decían siempre. Y un lunes, 8.00hrs de la mañana, antes de
ocupar mi lugar, antes de saludar a mis compañeros, con solo dos pasos dentro
de la fábrica, una palmada me obligaba a visitar la oficina de mi jefe. –No es
nada personal, habrás comprobado que las cosas no andan muy bien, lo sentimos
mucho, más de lo que imaginas, pero tenemos que prescindir de ti. No te
preocupes, recibirás todo lo que te corresponde y no dudes que si hay luz algún
día volveremos a contar contigo. Y ¿Qué debía hacer? ¿Darle una palmadita a él
también?, ¿Darle las gracias por darme lo trabajado durante años? ¿A qué luz se
refería? No éramos ciegos ni inmunes antes el desastre que vivíamos en el país,
pero también sabíamos que nuestro trabajo estaba sano y que no correríamos la
misma mala suerte que otros miles de españoles. Yo sí la tuve. Supe que había
sido sustituido, pero mis compañeros hermanos nunca me dijeron por qué. Tampoco
quise indagar, enseguida comprendí que la palabra hermano era muy grande y más
si la aplicabas a unos compañeros de trabajo, y tampoco tenía muy claro si
calificarles de compañeros y llegó un día en que ya no tenía adjetivos para
ellos.
Ese día me había levantado más temprano de lo
acostumbrado, las sábanas me molestaban y deseaba que la luz inundase las rendijas de la persiana de mi habitación.
Teresa dormía aún y me esmeré en
prepararle un rico desayuno, tostadas con mermelada de albaricoque y café
oscuro con tres cucharadas de azúcar, a mis niños, cacao suave y magdalenas,
dos para cada uno. Todos se merecían los mayores mimos y cuidados. Teresa tenía
la fortuna de mantener su puesto de trabajo y nunca, en estos meses había hecho ningún comentario inoportuno en
relación a mi asunto y Andrés y Jorge
comprendían que su papá no tenía empleo
y que mientras lo encontraba se ocuparía de los quehaceres del hogar.
Una hora después de marcharse Teresa, atavié a mis
hijos y les acerqué al colegio en el coche. Me costó que arrancase, en los
últimos meses parecía más un vehículo de carne
de desguace que un utilitario familiar. Muchos lugares a los que poder
ir pero ningún recurso para hacerlo. Tan solo, algún paseo al centro comercial,
tarde fantástica de golosos escaparates, y las obligadas visitas cada tres
meses a Inem, Darde ó Paro.
Me costó entrar, más que nunca. Me sentía extraño,
avergonzado. Doce meses cobrando la prestación, imaginé qué pensaría el
funcionario que sellaría mi carnet y que tendría que darme el último. Doce
meses de angustia, descontando cada día que no tuviese noticia alguna de
empleo. Y él mirándome con semblante neutro, como uno más, un número de DNI en
el ordenador, un sello y un adiós. Le envidiaba, su frialdad, su horario matinal, su seguridad
laboral, y aún así quejándose y yo cincuenta y seis años, veinticinco, empleado
en el mismo lugar y uno en el de la mayoría de
los españoles, experto en búsqueda de empleo vía internet y espectador obligado de serios rostros
comentando “No necesitamos a nadie, la cosa está muy mal…” Y me lo decía a mí, claro que sabía que la
situación era penosa, triste, horrible, desesperante. Ya no sabía a dónde
acudir, me había cansado de suplicar a conocidos, familia y amigos que
comentasen en su círculo, que podía hacer cualquier cosa. Ya podía hacer
cualquier cosa. Necesitaba trabajar. Había conocido de pleno las tareas del
hogar y comprendido el gran esfuerzo que supone mantenerlo y me juré que cuando
encontrase un empleo compartiría esos trabajos con mi esposa, pero yo
necesitaba más.
Quería verme útil.
Ya en mi coche respiré. Había sido una tortura
recibir el nuevo carnet del paro. Un año
de ayuda más y pocos meses para encontrar un empleo. Sino ¿Qué haría? ¿Cómo
subsistiríamos? ¿Sería capaz de robar como tantos lo hacían? ¿Me quedaría sin
mi casa? Sentí mi respirar acelerado, arranqué el coche, deseaba llegar a mi
casa. Intenté apartar los pensamientos y pensar en la comida que haría para mis
niños.
El cruce era visible pero el stop se nubló para el
conductor del coche. Miré asustado, sólo eran segundos, si aceleraba podría
salvar su impacto
¿Y si no? Tal vez recibiría una cuantiosa
indemnización y una paga para siempre ó
tal vez encontraría la muerte ¿Y si era lo mejor? Continué con la misma
velocidad. Y solo cerré los ojos.
©Marisa
Garrido
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