lunes, 20 de enero de 2014

NO MAS





Llevaba días extraño,  especialmente raro…  Más raro que estos meses atrás. Aún no me había acostumbrado a ser el amo de casa, aún no había sido capaz de entender el por qué de mi despido. Los pensamientos seguían revoloteando en mi cabeza y eran tan variados y dispares que en el silencio de mis mañanas me gritaba frente al espejo suplicándome calma. Veinte años trabajando en mi empresa. Sí, en mi empresa, porque la consideraba mía, de la familia, donde era imprescindible, mis compañeros, hermanos y mis jefes, amigos. –Rodrigo- tú aquí hasta la muerte- me decían siempre. Y un lunes, 8.00hrs de la mañana, antes de ocupar mi lugar, antes de saludar a mis compañeros, con solo dos pasos dentro de la fábrica, una palmada me obligaba a visitar la oficina de mi jefe. –No es nada personal, habrás comprobado que las cosas no andan muy bien, lo sentimos mucho, más de lo que imaginas, pero tenemos que prescindir de ti. No te preocupes, recibirás todo lo que te corresponde y no dudes que si hay luz algún día volveremos a contar contigo. Y ¿Qué debía hacer? ¿Darle una palmadita a él también?, ¿Darle las gracias por darme lo trabajado durante años? ¿A qué luz se refería? No éramos ciegos ni inmunes antes el desastre que vivíamos en el país, pero también sabíamos que nuestro trabajo estaba sano y que no correríamos la misma mala suerte que otros miles de españoles. Yo sí la tuve. Supe que había sido sustituido, pero mis compañeros hermanos nunca me dijeron por qué. Tampoco quise indagar, enseguida comprendí que la palabra hermano era muy grande y más si la aplicabas a unos compañeros de trabajo, y tampoco tenía muy claro si calificarles de compañeros y llegó un día en que ya no tenía adjetivos para ellos.
Ese día me había levantado más temprano de lo acostumbrado, las sábanas me molestaban y deseaba que la luz inundase  las rendijas de la persiana de mi habitación. Teresa dormía aún  y me esmeré en prepararle un rico desayuno, tostadas con mermelada de albaricoque y café oscuro con tres cucharadas de azúcar, a mis niños, cacao suave y magdalenas, dos para cada uno. Todos se merecían los mayores mimos y cuidados. Teresa tenía la fortuna de mantener su puesto de trabajo y nunca, en estos meses  había hecho ningún comentario inoportuno en relación a mi asunto y  Andrés y Jorge comprendían que su papá  no tenía empleo y que mientras lo encontraba se ocuparía de los quehaceres del hogar.
Una hora después de marcharse Teresa, atavié a mis hijos y les acerqué al colegio en el coche. Me costó que arrancase, en los últimos meses parecía más un vehículo de carne  de desguace que un utilitario familiar. Muchos lugares a los que poder ir pero ningún recurso para hacerlo. Tan solo, algún paseo al centro comercial, tarde fantástica de golosos escaparates, y las obligadas visitas cada tres meses a Inem, Darde ó Paro.
Me costó entrar, más que nunca. Me sentía extraño, avergonzado. Doce meses cobrando la prestación, imaginé qué pensaría el funcionario que sellaría mi carnet y que tendría que darme el último. Doce meses de angustia, descontando cada día que no tuviese noticia alguna de empleo. Y él mirándome con semblante neutro, como uno más, un número de DNI en el ordenador, un sello y un adiós. Le envidiaba,  su frialdad, su horario matinal, su seguridad laboral, y aún así quejándose y yo cincuenta y seis años, veinticinco, empleado en el mismo lugar y uno en el de la mayoría de  los españoles, experto en búsqueda de empleo vía internet  y espectador obligado de serios rostros comentando “No necesitamos a nadie, la cosa está muy mal…”  Y me lo decía a mí, claro que sabía que la situación era penosa, triste, horrible, desesperante. Ya no sabía a dónde acudir, me había cansado de suplicar a conocidos, familia y amigos que comentasen en su círculo, que podía hacer cualquier cosa. Ya podía hacer cualquier cosa. Necesitaba trabajar. Había conocido de pleno las tareas del hogar y comprendido el gran esfuerzo que supone mantenerlo y me juré que cuando encontrase un empleo compartiría esos trabajos con mi esposa, pero yo necesitaba más. 

Quería verme útil.                 

Ya en mi coche respiré. Había sido una tortura recibir  el nuevo carnet del paro. Un año de ayuda más y pocos meses para encontrar un empleo. Sino ¿Qué haría? ¿Cómo subsistiríamos? ¿Sería capaz de robar como tantos lo hacían? ¿Me quedaría sin mi casa? Sentí mi respirar acelerado, arranqué el coche, deseaba llegar a mi casa. Intenté apartar los pensamientos y pensar en la comida que haría para mis niños.
El cruce era visible pero el stop se nubló para el conductor del coche. Miré asustado, sólo eran segundos, si aceleraba podría salvar  su impacto 
¿Y si no? Tal vez recibiría una cuantiosa indemnización  y una paga para siempre ó tal vez encontraría la muerte ¿Y si era lo mejor? Continué con la misma velocidad. Y solo cerré los ojos. 
                                     
                                                                                     ©Marisa Garrido